Por ahí, en el año 1895, tuve la dicha de compartir unos puros con Mark Twain. Fue una tarde templada en la veranda de su casa victoriana en Hartford, Connecticut. El porche de su casa parecía un altar literario. Mecedoras de mimbre, libros apilados sin orden, tazas de té manchadas de tinta y por supuesto, puros, muchos puros, algunos abiertos, otros aún con sus envolturas. El aire olía a papel, madera barnizada y un exquisito humo dulce (pausa de dos segundos). Estábamos ahí, sentados, como dos viejos sureños que ya lo habían visto todo. Mark me miró con esa media sonrisa suya y me ofreció un puro. Un Marsh-Willings Tucci, uno de sus favoritos por su bajo precio y su carácter áspero. Luego agregó: "Mike, no hay puro barato si se fuma con gusto". Encendió el suyo con un fósforo de madera y dejó que el humo lo envolviera como una bufanda invisible (pausa de dos segundos). "Fumo para pensar", me dijo. "Fumo para no pensar. Y a veces fumo porque sí. Me fumo entre veinte y cuarenta de estos al día", confesó. "Aunque mi médico siempre me dice que esto me va a matar, pues él ya se murió y yo sigo aquí". Nos reímos, como si compartiéramos un secreto que solo entienden los que han despertado. El sol caía, filtrado entre los árboles, y Twain comenzó a hablar como si el cigarro activara su alma. Me contó que escribía siempre con un puro encendido. "Los puros son mi tinta invisible", dijo. Hablamos de política, de religión, de la estupidez humana... Y cada una de sus respuestas venía envuelta de un sarcasmo y una gran cantidad de humor. Conversamos también sobre la escritura. Me habló de sus madrugadas de insomnio creativo, de sus peleas con los editores, de la soledad que llega cuando la fama llega y los periódicos te hacen famoso, pero esto vacía tu casa. "Escribir", me confesó, "es como fumar. Comienzas con gran euforia y terminas en cenizas, esperando que eso haya valido la pena" (pausa de dos segundos). En un momento, se quedó en silencio, mirando el humo ascender como si leyera en él una historia olvidada (pausa de dos segundos). "¿Sabes, Miguel?", me dijo. "A veces me preguntan si Tom Sawyer realmente existió y siempre respondo que sí, pero no de la forma que ellos esperan. Tom fue mi libertad de niño. Fue la manera de en-- de encontrar, eh, o de eternizar la aventura en mí. Todos debiéramos vivir como si estuviéramos escapando de pintar una valla blanca bajo el sol de Misisipi". Hizo una pausa. Dio una calada profunda a su puro y dice: "El truco no es evitar la rutina. El truco es convertirla en juego, como Tom. La vida no te da aventuras. Tú tienes que pintar esas aventuras sobre tu cerca". Seguimos fumando. El segundo puro se nos acabó sin que nos diéramos siquiera cuenta. El suyo aún humeaba entre sus dedos. Me dijo que fumar puros no lo hace a él más sabio, pero definitivamente lo inspiraba (pausa de dos segundos). Me compartió otra de sus máximas. Me dijo: "Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada". Reflexionó sobre la censura, sobre el progreso malentendido y sobre la prensa torcida. "Los periódicos son como un cigarro mal ligado", me dijo. "Mucho humo y poca esencia". Yo no pude evitar pensar en los fake news que todavía plagan a nuestro mundo. Me habló de su amor por los viajes, de su estancia en Europa y de cómo observaba el comportamiento humano como si él fuera un naturalista del alma. "El cigarro me permite observar sin intervenir. Es como tener una excusa para quedarme en silencio, sin parecer indiferente". La luz se tornó dorada y las sombras comenzaron a alargarse. Mark se levantó, estiró los brazos y miró al cielo con un gesto cansado, pero satisfecho con este ritual del humo. "Nunca subestimes, Miguel, a un hombre con un puro en su mano", me dijo él finalmente. "Él está más alerta que tú, pero no lo parece" (pausa de cincuenta segundos)